En sus primeros cien días de gobierno
Trump ha sufrido serias derrotas. Los golpes han sido duros. Pero ha tomado
nota y se percibe que está mudando de piel. El discurso populista tiene un
recorrido corto y se resquebraja cuando se enfrenta a la institucionalidad que
ignora, o descubre los límites que le impone.
Los primeros cien
días de la presidencia de Donald Trump se han caracterizado por tres rasgos preocupantes: improvisación, imprevisibilidad
e incertidumbre. Pero sin duda uno de los elementos más desequilibrantes de su
gestión es la incertidumbre sobre el proceso de toma de decisiones. Tras éste
periodo en la Casa Blanca la mayoría de los gobiernos —aliados, indiferentes y enemigos— siguen estando a
ciegas sobre qué significa lo que dice y sobre quién lo dice.
La realidad le
está ganando la partida a Donald Trump. En cien días de mandato, el presidente
que llegó para refundar Estados Unidos ha descubierto que quien realmente tiene
que cambiar es él. Vertiginoso e
incontenible, se ha enfrentado a un sistema mucho más poderoso que la Casa
Blanca y, empujado por sus propios errores, ha sufrido derrotas que hipotecan
seriamente su gestión. Pero no ha caído.
Desde que asumió
la presidencia de los EE.UU., ha visto como varias de sus anunciadas propuestas no han podido ser
ejecutadas, en gran parte debido a la falta de preparación y realismo para
convertir altisonantes promesas electorales en efectivas medidas de su
administración. Como todo populismo, enfrentó una institucionalidad que
desconoció y negó durante su desaforada campaña e incluso en su discurso
inaugural. Concibió un país sin Constitución, sin Parlamento y sin Justicia.
Los ha descubierto en estos cien días. Con dificultad va internalizando que las
políticas y las leyes no son el producto de las decisiones del Presidente y sus
colaboradores, sino que tienen que ser aprobadas por el Parlamento y pueden ser
objetadas por la Justicia.
También descubrió
que la mayoría republicana en ambas cámaras es relativa, ya que muchas leyes
requieren del 60% de los votos para ser aprobadas, además de que no todos los
republicanos están alineados en todas sus iniciativas. Un ejemplo de alto costo
político lo constituyó el intento de aprobar el nuevo Plan Sanitario para
demoler el Obamacare, el cual colapsó por la resistencia del Tea Party, el ala
más dura del Partido Republicano, que se opuso al esquema alternativo
gubernamental. Ese fracaso incluye otra dimensión. De los recortes de este
sistema que cubre a los menos favorecidos de la sociedad norteamericana se
hubiera generado un ahorro multimillonario capaz de brindar un cierto fondeo
que alivie la reducción de impuestos que anuncia y aún no implementa. Pero el
Obamacare no pudo ser derogado.
Dos decretos
ejecutivos para frenar el ingreso de ciudadanos de países musulmanes,
consistentes con su antislamismo de campaña, fueron rechazados por la Justicia.
Un dibujo del presupuesto nacional, muy poco preciso en su formulación, que
preveía formidables recortes, excepto un aumento del 10% en el gasto militar,
se perdió en los pasillos del Congreso. El muro en la frontera mexicana, que
desde la campaña simbolizó la xenofobia y el aislamiento, no ha superado la instancia
retórica sencillamente porque no ha logrado que le autoricen el dinero para
construirlo. También zozobró en el palabrerío el desmantelamiento del NAFTA entre
EE.UU. Canadá y México que opera desde 1994. Ahora, que ha descubierto la profundidad comercial del acuerdo,
se discuten reformas al tratado en un clima de negociación. Pero el NAFTA,
considerado en la campaña como “el peor acuerdo comercial jamas firmado por
EE.UU.” sigue y seguirá vigente. Sencillamente porque en sus veintidós años de
vigencia ha construido un tejido comercial y empresarial que no admite la
frivolidad trumpista de su inmediata descontrucción. En estos cien primeros
días tampoco ha conseguido la aprobación de un presupuesto para construir el
polémico muro con México, ni los recursos para iniciar el plan de
infraestructura, infinidad de veces mencionado como el eje de la reactivación
económica y la generación de nuevos empleos. Este caballito de batalla de la
narrativa electoral, consiste en una extendida construcción de puertos, rutas,
aeropuertos y otras infraestructuras con un costo de US$ 500 mil millones a un
billón. Ese esfuerzo fiscal indudablemente estimularía la economía, pero el
dilema aún es su financiación.
Los golpes han sido
muy duros. Trump ha tomado nota. Ha prometido mucho pero no ha conseguido casi
ningún éxito que pueda exhibir con claridad, salvo la elección del conservador
Neil Gorsuch como miembro del Tribunal Supremo.
El discurso
populista, sea de derecha o de izquierda tiene recorrido corto. No es extraño
que Trump tenga el grado más bajo en décadas —43%— en aceptación de la gestión presidencial en los primeros cien días de gobierno.
El empresario que
a lo largo de su vida se reconstruyó tantas veces como fue necesario está mudando
de piel. No es un giro radical, pero sí un cambio dirigido a asegurarse la
supervivencia política y concurrir a un segundo mandato. Él mismo ha reconocido
en entrevistas que gobernar no es como creía. “Pensé que sería más fácil. Es diferente a llevar una empresa, aquí se necesita corazón, en los negocios no”, ha confesado. Y
en más de una oportunidad ha sorprendido a un visitante preguntándole sobre la
idoneidad de sus colaboradores y la imagen de su Gobierno.
Creíble o no, la
mutación ha tenido efectos. El hombre que abominó el islam, humilló a
los mexicanos y dio alas al aislacionismo más feroz ha bajado el tono. Mantiene
sus promesas, algunas en carne viva, como las deportaciones y el muro, pero en
muchos frentes ha disminuido la belicosidad. Ha dejado atrás sus posiciones
más controvertidas pero aún no sabemos bien a dónde se dirige. No
tenemos idea de cuál es su visión global
ni su visión país, aunque podemos visualizar algunas pistas. La salida de Steve
Bannon del Consejo de Seguridad marca una ruptura con un enfoque
ultraderechista, xenófobo y particularmente antisemita de la política
internacional.
Despojado de una
carga ideológica pesada, la nueva narrativa ha incorporado un elemento que
Trump desechó en su campaña: la realidad. La OTAN ha dejado de ser obsoleta,
para convertirse en un instrumento necesario. China ya no es el enemigo a
abatir ni un manipulador de moneda sino un socio que puede ayudar a resolver la
crisis de Corea del Norte. El régimen sirio, antes intocable, ha sido
bombardeado por primera vez en seis años de conflicto. Esta semana incluso
declaró que estaba dispuesto a mantener un diálogo con Kim Jong-un.
Esta aparente
moderación en sus irreductibles posiciones de campaña, es el producto de la
creciente influencia de una cúpula asesora conformada por el Vicepresidente
Mike Pence, el Canciller Rex Tillerson, el jefe del Pentágono James Mattis y el
Asesor de Seguridad Nacional, Herbert McMaster, y su yerno Jared Kushner.
En estos cien días, y a
fuerza de serias derrotas, Trump se ha transformado de un populista subversivo
a un populista corporativista. Bajo el lema de “compra americano, contrata
americano” intenta trasladar una imagen de prosperidad a su electorado. A la
vez, su administración comunica una
imagen de gobierno “pro business”, eliminando regulaciones y proponiendo (aún
en un esquema muy rudimentario) una gran disminución de impuestos corporativos
y personales. Una nueva batalla se espera en el Congreso.